Dedicado a mi clase de Taller de Narrativa. Condición: escribir un cuento que empiece con "desperté una mañana con la conciencia de estar malogrando mi vida"
Tú también tienes Alzheimer
Desperté una
mañana con la conciencia de estar malogrando mi vida. Entre sábanas revueltas y
una ligera agitación que provenía del corazón, soñé con mi madre. Por unos
segundos, minutos, horas, cualquier tiempo nunca fue suficiente para sentir una
pena, una pena tan grande al recordar a mi madre y a mi infancia. Porque jamás
podré recordarla en otra etapa que no sea mi infancia…
-
Dulzura, apúrate ya es tarde y
tienes que ir al colegio – me dijo sin saber realmente la hora
-
Mamá, la que se tiene que
apurar eres tú. Hace media hora estás preparando mi lonchera y aún no acabas
-
Dulzura, paciencia. En un dos
por tres ya tendrás tu lonchera lista
Y esos dos por
tres se convertían en cinco por seis, de pronto en nueve por diez. Mamá no
podía hacer las cosas rápidamente y eso me frustraba. Lentamente buscaba
galletas en la dispensa, cogía una manzana de la canasta, sacaba un jugo de
cajita de la refrigeradora y extrañamente colocaba la manzana en la
refrigeradora. Aquel primer sueño me
proyectó a ese preciso momento en mi antigua casa, con mi uniforme escolar no
planchado porque mi madre se olvidaba, mis zapatos no lustrados porque mi madre
se olvidaba y mi ceño fruncido porque mi madre me olvidaba...
-
Esteb, ya está tu loncherita
-
Mamá, soy Gustav
-
Perdón, dulzura. Entonces, revisa tu loncherita. Creo que
coloqué juguito de durazno y ese era el preferido de Esteb – dijo mi madre en
medio de una risa nerviosa.
El claxón de la
señora Celia era la señal para que ya saliera de casa y realmente era el
momento más esperado. Ya no soportaba a mi madre, no podía soportar que sea tan
despistada, mucho menos que me confunda con mi hermano Esteb.
-
Adiós dulzura, te quiero
Luego me dio un
beso en la frente y me fui sin decirle nada. Esperaba mucho más de ella, pero
ahora que lo pienso ¿cuántas cosas habrá esperado ella de mi? ¿las seguirá
esperando?
En acción de
segundos, ya estaba en el colegio y sonó el timbre del recreo. Empezó la hora
preferida de los niños de primaria y todos corrían en búsqueda de sus
loncheras. Era el momento preciso para comer toda nuestra comida ya que el
segundo recreo estaba destinado para correr, jugar a las escondidas y saltar
soga. Cuando abrí mi lonchera, encontré un jugo de durazno, una galleta, pero
no estaba mi manzana ni mi inhalador. Molesto porque no me gustaba el jugo de
durazno y la profesora no nos dejaba comer sin antes comprobar que haya al
menos una fruta, tiré mi lonchera. La escena siguiente fue inmediata, ya estaba
echado en la camilla de la clínica porque me había dado un fuerte ataque de
asma. Abrí los ojos y estaba mi madre, con la mirada despistada, con un poco de
champú en el cabello y acariciándome el rostro.
-
Perdóname, me olvidé tu
inhalador, dulzura. Pero, mira. Para que nunca más me olvide, te hice un collar
y tendrás colgado tu inhalador en todo momento
-
Déjame en paz – fue la última
palabra que pronuncié
Desperté del
aparatoso sueño aun recordándola. Aún pude sentir sus dedos rozar mi piel, con
una mezcla de sentimientos, de cariño y de lamentos. Quería que mi madre me
arrulle de mi pesadilla como antes lo hacía, que vaya a mi cuarto y me diga:
tranquilo, dulzura. Quería seguir soñando para decirle: mamá, te perdono pero
antes perdóname tú a mí porque nunca te pude entender. Cuánto hubiese querido
no sentirme tan mal cada vez que mi madre me llamaba dulzura, solo porque se
olvidaba mi nombre y no quería confundirme con Esteb. Pero, era imposible
porque desde hace cinco años ha estado aprisionada en un asilo con otras personas de
su edad que están acabando su vida. Ese primer sueño tan solo fue el
inicio de una serie de sueños
convertidos en recuerdos y noche tras noche despertaba con la misma
agitación en el corazón y solo estaba el inhalador para calmarme, pero ya no ella.
Hasta que un día
decidí ir a buscar a mi madre en el asilo donde la había dejado hace cinco
años. Hace varios meses que no la visitaba, solo dejaba dinero a las enfermeras
para que solventen sus gastos. En definitiva, esa fue mi obligación por cinco
años, era un profesional y ganaba lo suficiente para satisfacer sus necesidades
económicas, pero no para cuidarla como debí hacerlo. Mientras manejaba en mi
carro camino al asilo, buscaba una excusa que me explique por qué la dejé hace
años ¿realmente estaba enferma?, ¿realmente se iba a morir?, ¿realmente no
pude cuidarla? Quería acabar con mis sueños de infancia que, por la misma culpa
que invadía mi conciencia, se convertían en pesadillas siniestras. Llegué al
asilo y todos me recibieron sorprendidos, ya que hace muchos meses atrás no la
iba a visitar, pero realmente yo me quedé sorprendido cuando vi a mi madre.
Buenos días, señor Esteban
¿pasa algo? – me dijo la enfermera preocupada por mi expresión de asombro
-
Jen ¿algo le pasa a mi madre?
-
Tu madre está bien
aparentemente ¿qué te sorprende? Una persona, más que los años, se envejece
por la soledad y la tristeza
Mi madre no era
la misma de hace unos meses. Tenía la misma mirada perdida, su cabello ya no
estaba con un poco de champú, pero estaba totalmente blanco. Como si cada
cabello blanco fuera cada hora que no
estuve con ella. Su rostro estaba arrugado, con su joroba se veía más débil,
más vieja. Me acerqué a ella nervioso y
le di un beso en la frente, como los tantos que me daba luego de irme al
colegio. Me miró asustada y le dijo a la enferma
-
Jen ¿por qué este hombre tan
guapo me besa?
Nuevamente sentí
esa agitación en el corazón, confundido entre un sentimiento de melancolía y un
ligero ataque de asma. Las preguntas
seguían revolviendo mi cabeza ¿Qué hacía
ella ahí? ¿por qué la abandoné? ¿por qué nunca la supe comprender? Me fui sin
decir nada, no quería besarla nuevamente, al igual que en mi infancia cuando no
me despedía de ella porque me confundía con Esteb. Pero, esta vez era distinto
porque algo más que la melancolía y el asma impedían que pudiera estar con
ella: la culpa. Esa misma noche, volví a soñarla. Fue un sueño hermoso,
enternecedor, como una canción de cuna que te arrulla el sueño. Soñé a mi madre
llevándonos a Gustav y a mi al parque, nos compraba algodón de azúcar y jugaba
con nosotros en los columpios, en los sube y bajas y en los toboganes. Era una
madre convirtiéndose en una niña, era nuestra cómplice, era nuestra amiga. Las
siguiente noches, los sueños me remontaban a nuestros juegos de infancia con mi
madre y con Gustav, cuando jugábamos a los carritos, a la lucha libre y con los
muñecos. Ahora que lo pienso, ella no solo fue nuestra amiga, madre y cómplice.
Sin ser esa su función, también fue nuestro padre. Pasaron los días y más eran
mis ganas de volverla a ver, hacerle recordar nuestros juegos de infancia,
decirle que ya tengo veinticinco años, que ella ya no tenía porqué estar
pendiente de mi inhalador porque ahora lo pongo en el bolsillo de mi saco. Sin
embargo, la culpa era cada vez más latente, cada vez más absorbente y me
impedía volver a verla. Y lo sueños seguían recurrentes...
-
¿Mamá? ¿por qué huele a
quemado?
De pronto, la
cocina estaba propagando una llama incandescente y mi madre estaba encerrada en
el baño, llorando, asustada. Abrí la puerta del baño y estaba escondida en la
ducha. Me quedó mirando y me quiso abrazar, pero yo molesto la encerré. Estaba
harto de que siempre pasen estos accidentes, que deje el caño abierto, que se
olvidé de cerrar bien las puertas, de que olvide su llave. Llamé de inmediato a
la ambulancia y desde el balcón divisé la cocina negra y muchos aparatos
quemados.
-
Dulzura, perdóname. Olvidé de
apagar la candela. Estaba a punto de hacerlo, pero ya todo estaba en llamas y
tuve mucho miedo
-
Estoy harto de ti, estoy
cansado de que te olvides las cosas. Tú estas enferma, eres una enferma y yo no
te puedo cambiar
Llamé a la casa
hogar y se la llevaron. Empaqué sus cosas para constatar que no
se olvidará nada, y antes de irse me dijo entre sollozos
-
Perdóname por todo, hijo mio.
No quiero ser una enferma no quiero ¿Me prometes que cuando me cure me llevarás
de paseo en tu auto nuevo?
Desperté del
sueño recordando el rostro de mi madre y su promesa aún no cumplida. Estaba triste de irse, yo no
le contesté a su pregunta, yo solo quería que se vaya de una vez. Una mañana
calurosa de julio fue la que me motivó para ir a verla. O de repente fueron las
ganas de darle un abrazo y escuchar un buenos días, dulzura. Cuando llegué al
asilo, observé que todos los ancianos estaban reunidos en la sala. Toda la sala
estaba adornada con globos, serpentinas y pica pica por el suelo. También vi
una torta selva negra y en la galleta estaba escrito: feliz día, Sara. Me fui
rápidamente del lugar, con el ceño fruncido y golpeando mi carro. Antes que me
de un ataque de asma, saqué mi inhalador del bolsillo y estuve pensando cómo
pude ser tan idiota para olvidar el cumpleaños de mi madre. Sin dudarlo esta
vez, el Alzheimer lo tuve yo y no ella. Fui a comprar un ramo de rosas rojas y llegué al asilo nuevamente. La vi desde la ventana, ella estaba
bailando con sus amigos, se movía de un lado para el otro, cual jovencita
coqueta, como si bailando podrá olvidar todas sus penas. Aquellas penas cuando
estuvo sola por mucho tiempo, cuando mi padre la abandonó cuando estaba
embarazada de mi hermano menor Esteb. Por eso él era tan dependiente de mi
madre, porque el amor de padre nunca nadie se lo enseñó. Ahí estaba mi madre, divertida, distraída,
olvidadiza, con una enfermedad que la torturó poco a poco. Y aunque a veces se olvidaba mi nombre, nunca se olvidó del abandono de su esposo,
del terrible accidente de tránsito que sufrió Esteb cuando cruzó la pista una
tarde de invierno, de mis ataques de asma de pequeño porque se olvidaba de
darme el inhalador. De pronto, miró hacia la ventana y me vio. A pasos cortos y
emocionados, se acercó hasta la puerta
-
Joven guapo, ¿estas rosas son
para mi? – dijo con osadía y una risa nerviosa
-
Sí, dulzura. Estas rosas rojas
con para ti. Feliz día, madre – dije entre lágrimas
-
No, joven guapo. ¿Por qué
lloras? Sé que estás acá porque tú también sufres de Alzheimer y crees que yo
soy tu madre. Pero, no joven guapo, no llores. Podría ser tu madre, si tú
quieres, pero no llores.
Le acaricié el
rostro con mis dedos y en cada parte de sus mejillas estaba escrito
invisiblemente un te amo, un te extraño, un perdóname, mamá. Aunque ella no lo
entendía, me abrazó fuertemente y recibí el abrazo más sincero después de
tantos años. Todos los presentes aplaudían este suceso, me olvidé de la culpa,
me olvidé de las pesadillas y de los lamentos. Esta vez, estaba con mi madre,
no entre sueños, sino en la realidad. Y solo lo pude lograr alejando la culpa,
reivindicando los errores y despertarme por fin de la nefasta pesadilla de que
el Alzheimer la podía matar. Fui a rescatarla, a rescatarme de los errores. A
pesar de que ella ya no se acordaba de mí porque el Alzheimer desarrolló su
fase más avanzada, yo aún no podía olvidarla.
-
Esteb, tengo un regalo de
parte de tu madre – me dijo Jen
Eran tres cajas
de zapatos y dentro de ellas habían muchos collares colgados de inhaladores.
Lloré desconsoladamente, recordé que por mucho tiempo, durante mi infancia, mi
madre me hacía collares con cola de ratón y colgaba un inhalador. Luego, cuando
se me acababa colocaba otro y ese fue el recuerdo de mi infancia más tierno y
saludable que tuve y ella lo hizo para que no se vuelva a olvidar. Estuve a
punto de entrar en una crisis de nervios y cuando quise usar mi inhalador, ya
se había acabado. Mi madre me colocó un collar y me puso el inhalador en la
boca.
-
Tú también sufres asma crónica,
como lo sufría mi hijito. Yo aún lo quiero buscar, pero no puedo y espero que
me encuentre. O de repente nos encontramos los dos con mi otro hijo en el
cielo. Por eso yo no pierdo las esperanzas. Pero, joven guapo ya no llores más.
Ya te dije puedo ser tu madre de mentiritas.
-
Vamos, madre. Vamos a darte un
paseo en mi auto para que encuentres a tu hijo. Él te prometió que cuando te
sanes, te llevará de paseo. Pero realmente, el enfermo es él. Y adivina qué… ya
se curó.
FIN