lunes, 2 de mayo de 2011

Historias de la calle

Ahí estabas tú.
Como siempre, en una esquina.
Sentado en una silla.
Dentro de la caseta.
O aveces fuera de la caseta.
Cuando el peligro se aproxima.
O simplemente, cuando tenías calor.
Ahí estabas tú.
Con una sonrisa en el rostro,
un brillo en tus ojos
que reflejaban alegría,
pero jamás me puse a pensar
en tu pasiva melancolía
de tu ardua jornada de trabajo
y tu miserable salario.

Ahí estaba yo...
Caminando por las calles de la residencial, pasando por tu zona. Y no te vi, ¿dónde estás?

Recuerdo aquellos días que llegaba de la academia a mi casa. Hacia un trajín inolvidable, siempre terminaba con los ojos rojos y unas ojeras únicas. No, no me drogaba. Son los efectos de estudiar más de doce horas al día. Después de bajar de la combi, cruzaba la pista y antes de llegar a mi casa, tuve la costumbre diaria de pasar por la carretilla de la señora Julia, una señora que vendía los mejores emolientes del mundo. Sobretodo, me mantenían despierta por algunas horas más, pues a pesar que eran las diez de la noche, tenía que seguir despierta para hacer las tareas de Pamer. Sí, malditas aquellas noches. Para eso, tenía que pasar por la zona de él. Caminaba por las calles de la residencial, con mi cara demacrada y cargando mi mochila, y a la distancia lo veía. Con una sonrisa en el rostro, con su gorrita y un palo en la mano. Y ahí estaba él, sentado en la silla vigilando su zona. Ningún ladrón se atrevería a pisar aquella zona, probablemente perdería más de lo que puede "ganar" (mejor dicho, robar).
- Buenas noches, señorita. - me dijo con una sonrisa en su rostro
. Hola. - le dije con mi voz demacrada
Sí, un simple hola.
Seguía caminando hasta llegar a la carretilla, y pedir mi emoliente de luca, "con yapa".
Aquellas noches fueron intensas, seguía haciendo mi típico recorrido y él seguía saludándome, sin dejar de mencionar su sonrisa. Pasar por su caseta, con el tiempo, me hizo sentir cierto cariño hacia él, pues por más que yo pasaba por su costado y ni siquiera lo miraba, él nunca dejó de decirme "buenas noches". Es por eso, a medida que pasaba el tiempo mi "hola" pasó a ser un "holaaaa",pero con una sonrisa (por más que no tuviere ganas de sonreír y solo quería tomar emoliente)
Así pasaron las noches, mi cansancio me pesaba mucho más, las clases de la academia se hicieron mucho más fuertes, mis ojeras se hicieron mucho más profundas, el mundo se me caía encima, pero él seguía ahí, deseándome buenas noches. Haciendo verdaderamente uso de la palabra: deseándome, en realidad, que tenga una buena noche.

Recuerdo aquel feriado de octubre, indudablemente era feriado para todos, menos para Pamer y para él. Llegué de estudiar me sentía demasiado cansada. Me olvidé hasta del día, y sin pensarlo dos veces, hice mi típico recorrido. A lo lejos vi su sonrisa. Pero no logré divisar a la señora de la caretilla. Avancé un poco más, y la señora no estaba. Mi cara cambió completamente,no podía dejar de tomar aquel emoliente que es el único capaz de resucitarme. Pero, ahí estaba él. Con una sonrisa. Y con un vaso con emoliente en la mano. Se levantó de su silla, y me lo dio.
- La señora solo trabajó desde las nueve de la noche hasta hace un momento y compré el último emoliente.
No sabía que decir. Solo lo recibí.
- Gracias
Él solo me sonrió y saqué de mi monedero un sol con cincuenta céntimos. Ya no estaba, lo vi en la otra esquina, tocando el pito.

Pasaron las últimas, y las peores noches de mi vida. Ya no caminaba por su zona. Aveces, me olvidaba de tomar emoliente e iba de frente a mi casa.
Recuerdo una noche de invierno. Estaba con una polera gruesa y una bufanda que me mantenían con unos grados de calor. Fue la noche más fría de todas. Tuve un día complicado, me sentía frustrada. Después de varios días que no iba a comprar emoliente, decidí ir. Pasé por su zona y no me percaté de su presencia. Mientras compraba mi emoliente, me acordé de él. Pasé nuevamente y él no estaba sentado en su silla, él no estaba fuera de su caseta. Estaba adentro. Tuve la noción que no estaba afuera porque seguramente sentía frío. Lo miré y no me sonrió.

Al día siguiente, pasé de nuevo. A lo lejos no vi la carretilla, solo vi la caseta. Fui llegando, y estaba de espaldas. Sin un palo, sin una gorra. Volteó. No. No había brillo en sus ojos. No había un vaso con emoliente. No había una sonrisa en su rostro. No era él.

Si tan solo le hubiese dado una sonrisa, de las miles que me dio.
Eso no garantiza que las cosas hayan cambiado, pero al menos le hubiese demostrado mi afecto por última vez. Su velorio fue incomparable, muchos vecinos de la residencial rezando por su alma. Él se fue, sin decir adiós y con una enfermedad que lo estaba matando poco a poco. Él se fue, sin decir adiós y sin dejar de sonreír.